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martes, 24 de febrero de 2009

Granizando

El día en que volvió a caer granizo en Buenos Aires me levanté, como de costumbre, a las seis y cuarto de la mañana, me preparé el mate y encendí la radio en el dial que mi mujer había dejado la noche anterior. La voz de una locutora dormida repetía los primeros títulos matutinos cuando escuché la bocina que esperaba .
Me cebé un último mate y agarré el portamonedas que a esa hora aún estaba lleno, mientras el chofer de la noche empezaba a fastidiarse .
Subí al auto, volví a sintonizar las noticias y antes de empezar el recorrido llevé a su casa al chofer, que ya roncaba en el asiento del acompañante.
Lo mismo de siempre, el subte con servicio normal, los trenes demorados, la Ricchieri cortada por un piquete, veinte minutos de cola en el peaje Buenos Aires-La Plata. A las siete ya había amanecido, y la mañana era gris. Sin haber desayunado, encendí el primer cigarrillo que tuve que apagar cuando subió mi segunda pasajera.
A las once y media una lluvia finita me ensuciaba el auto que había mandando a lavar el día anterior, pero por lo menos hacía que aumentase la cantidad de pasajeros. Trabajé casi sin parar hasta las tres, para esa hora el cielo estaba cubierto y empezaban a caer unas densas gotas.
Como siempre que llueve la gente enloquece, las calles están repletas de autos y los taxistas llenamos nuestros asientos con pasajeros y agua. Doblé por una avenida para salir del caos de las callecitas angostas cuando una mano llena de papeles me hizo señas.
Estacioné lo más cerca que pude del cordón, subió un hombre de sobretodo gris que comentó había escuchado un alerta meteorológico; hice un comentario acerca de cómo siempre se hablaba de lo mismo y de cómo desde la vez en que había granizado siempre se pronosticaba que iba a volver a pasar.
El hombre de sobretodo insistió y pidió que lo llevara a su casa lo antes posible. De camino sintonicé una y otra radio en busca de alguna canción pero sólo encontré locutores que, escépticos o no, anunciaban alarma total y recomendaban buscar un refugio para pasar la tarde.
Apagué la radio y sin querer doblé por una calle en la que no cabía un auto más. Quedamos atrapados, mi pasajero se revolvía en el asiento con cada trueno; yo miraba el cartel oxidado de un albergue transitorio al que yo había ido una vez con una novia de la secundaria.
En ese momento no recordaba siquiera el nombre de la chica, nos habíamos visto un par de veces, siempre furtivamente en hoteles, albergues y asientos traseros de autos prestados. Era verano y la dejé el día en que cumplí los dieciocho, cuando esperaba convertirme en el contador que soy, aunque no pensaba terminar manejando un taxi.
Roxana, así se llamaba. Distraído, no me di cuenta que la fila se había movido un poco; avancé y quedé parado justo en la puerta del telo.
El cielo se puso negro del todo, el granizo empezó a caer con fuerza y la gente en pánico total. El del sobretodo hubiera querido bajar del taxi y correr hasta su casa, pero sensato como era, trabó las puertas, mientras yo maniobraba para entrar a la cochera del albergue y poner el auto a salvo.
Quince minutos y casi cincuenta abollones después estábamos bajo techo. El estacionamiento se parecía a un juego que yo tenía de chico donde había que poner la mayor cantidad de piezas posibles en un espacio reducido sin que se tocasen.
Bajamos del auto, encendí un cigarrillo y empecé a deambular por el lugar. Mi pasajero se sentó contra el capot y miraba los abollones, tan preocupado que sentí pena.
Él había dejado el sobretodo en el auto y se había arremangado la camisa; le ofrecí un cigarrillo que aceptó, y nos quedamos sentados contra el capot del auto sin decir nada.
Veinte minutos más tarde el granizo paró, el agua y el transito comenzaron a desagotarse.
La salida del telo era lenta, algunas parejas habían abandonado su auto y aprovecharon el tiempo en habitaciones baratas sin jacuzzi. Mi pasajero y yo volvimos al auto, bajé la ventana para encender un nuevo cigarrillo y entonces la vi.
La fila comenzaba a moverse, puse marcha atrás y me fui alejando casi sin mirar a mi mujer que subía a un auto que más de una vez yo había visto en el estacionamiento de su oficina. El hombre del sobretodo se acomodó la camisa y recuperó su lugar de pasajero; salimos a la calle y retomé la avenida rumbo a su casa. Pensé: no le voy a cobrar el viaje.

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